A CONTRACORRIENTE
España entera se redime con una
carrera de elogios por la muerte de Adolfo Suárez después de haberlo matado en
vida con el arma de la ambición que el propio Suarez enfundó en su cinto y
correaje cuando vestía de riguroso uniforme falangista.
Suárez no fue, ni mucho menos,
todo lo que hoy se dice de el. Suárez fue un hombre que representó en los 60 lo
peor del franquismo, militando en las filas de los arribistas de un
neofalangismo de salón que habitaba los últimos despachos de un régimen que ya había optado por la tecnocrácia y el
Opus a los que el propio Suarez detestaba.
Adolfo Suarez, siempre a la
sombra de su mentor, el falangista Fernando Herrero Tejedor, se arrastró por
donde hizo falta con tal de dar satisfacción a su ambición desmedida que se vio
premiada pronto con multitud de cargos de un franquismo ya languideciente.
Siempre de riguroso uniforme de
Falange, ese hombre que mimetizaba al propio Joseantonio Primo de Rivera en sus discursos con la
grandilocuencia y pomposidad poética propios de la república y de la posguerra,
Suárez fue el hombre elegido por el Rey para dar un auténtico golpe de estado y
traicionar unos principios generales que ambos habían jurado defender y
cumplir.
Suárez engañó a todos,
absolutamente a todos, y sólo así consiguió que las Cortes franquistas abrieran
el hueco por donde se colaría una nueva legalidad que vendría a desmontar la
totalidad del régimen nació el 18 de julio de 1.936.
El gran instrumento de Suárez
fue, pues, la mentira. Cuando los
analistas le reconocen a Suarez la astucia y habilidad para navegar entre dos
regímenes, no hacen más que constatar el gran engaño al que sometió a todos con
tal de conseguir sus objetivos. ¿Es, pues, loable el que Suárez trajera la
democracia a base de engañar y mentir a todos sus compañeros de régimen? ¿Justifican
el fin los medios por perjuros y falsos? Lo sencillo y, tal vez práctico, es
contestar que sí, pero nuestra democracia no puede obtener su legitimidad en un
gran engaño colectivo. Y eso es lo que
ocurrió. Sencillamente no ha existido ni existió un poder constituyente legítimo
que le de a la democracia la solidez y sustrato necesario como para
tenerla como cimentada en la voluntad soberana.
Suárez volvió a mentir a todos
cuando prometió no legalizar el Partido Comunista de España y sólo el, en
ausencia de su Consejo de Ministros, dio carta de naturaleza ante el escándalo
colectivo de unas fuerzas armadas ante
las que se había comprometido a lo contrario. Una cosa es si Suarez se adelantó
o no a su tiempo e hiciera algo que había que hacer. Otra cosa es cómo lo hizo:
mintiendo.
El problema de mentir a diestro y
siniestro, como hizo Suárez, no sólo resta legitimidad y solidez a los actos de
uno, sino que provoca la desconfianza de los demás. Por ello la vida política
de Suárez tuvo que ser y fue efímera,
porque sus objetivos y resultados estaban todos construídos sobre el engaño.
Así las cosas, Suárez fue víctima de sí mismo y murió odiado por todos los
estamentos y por toda la clase política a los que mintió.
Pero ahora ha muerto físicamente
y eso, en este país, no tiene nada que ver con que te echen. Morir, al final,
es políticamente bello, más bello que vivir, porque en España, tan dada a la
elegía, uno tiene en sus exequias los parabienes y el reconocimiento de todos
los que te apuñalaron en vida. Y es que
aquí somos así.
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